miércoles, enero 04, 2006

El Libro que Viene. Cuento 4


Ángel Solo

Tout será oublié
Et rien será reparé
Victor Hugo



Desde el cielo, la azotea se vería como una gran célula cuadrangular, flanqueda por venas de sangre oscura. Con un gran hoyo al centro, como un gran desagüe, como un corazón vaciado de todo.
Pero no para él. Para él los cielos serían siempre el cielo. El único cielo.
Fue lo primero que pensó Santander al descorrer el cierre en mitad de la lona y salir a la intemperie, a las seis y media de la madrugada. El sol veraniego se encendía lentamente sobre la metrópolis y una brisa leve anunciaba, de antemano, las asfixia de un calor granítico.
Santander.
Gabriel Santander extendió sus brazos para luego recogerlos en la nuca. Su torso desnudo le daba la bienvenida al sol y se distendía con la precisión de la gimnasia. Un hombre joven, de unos veinticinco años. Tez clara, piel bronceada, pelo rubio. Dio media vuelta y volvió a la carpa. Una tienda de campaña de cierta amplitud, sin tarugos ni amarras, de armado automático. A ambos costados de ella, dos bultos en diagonal, cubiertos de una tela suficiente, la flanqueban, amarrados ambos a ella, formando una letra a. Mayúscula.
Santander aseguró las cuerdas y los bultos se adhirieron aún más a la tienda.
La Torre 3 era de veinte pisos. Las otras dos, de igual altura. Miraban al norte. Unidas entre sí, dejaban una pequeña franja entre todas ellas, por donde Gabriel Santander veía cruzar los automóviles de la avenida principal y conseguía divisar los edificios del barrio cívico.
Nadie lo vería. Nadie podría verlo. Recorrió lentamente la azotea. Supuso unos quince apartamentos por piso. Cuatro por familia. Unas mil doscientas personas, ninguna de las cuales hubiera imaginado nunca lo que ocurría sobre sus cabezas. Sus pasos de garza derivaron en un bailecito. Como los pasos de algún ballet, con movimientos largos y suaves.
- Confutatis, maledictis – cantaba, girando alrededor de la carpa-.
Regitatis musadictis. Maledictis. Confutatis musadictis.


Se detuvo al centro de azotea. En silencio, comenzó a darse golpecitos en la oreja derecha, moviendo las pupilas con frenesí, como buscando un sonido lejano, como si hubiera estado calibrando una antena.
- Es la hora, ministro –dijo, volviéndose hacia la tienda. Retiró la extensa tela que la cubría y dos hombres surgieron a la luz, severamente maniatados, amordazados incluso.
- Bon Giorno, ministro. Morituri salutant –dijo Santander, previa reverencia-. Espero que haya pasado usted buena noche, doctor…En cuanto a su chofer, me parece que se nos ha ido –chequeó los ojos del otro hombre, le reordenó el cabello y palmoteó sus mejillas-. ¡Sabe? Debí hacerle un par de agujeros en la tela, para que contemplara las estrellas durante la noche. Por eso de que noche es sublime y el día es solo bello. En fin…no lo hice –agregó pensativo-. Una lástima. Espero me dispense.
El hombre atado, el que aún respiraba, de unos sesenta años y pelo entrecano, tenía el rostro brutalmente enrojecido y jadeaba por resquicios de la mordaza. Miraba a Santander con un estupor desencajado, tras unos lentes de marco metálico que le cruzaban diagonalmente el rostro.
- Ministro - dijo Santander -, le voy a quitar la mordaza. Espero que no acometa un ataque de histeria u otro acto indigno de su investidura.
- Estás muerto- dijo el ministro, ya en condición parlante.
- Bueno, bueno – replicó Santander -. Una literalidad un tanto decepcionante. En todo caso, no debe usted preocuparse. Yo ya estoy muerto, es cierto. Alguien diría que soy como un muerto que se venga así mismo. Esperemos un rato y me verá usted cruzar hacia la nada. No hay que impacientarse – musitó algo ininteligible, palpándose la frente con la yema de sus diez dedos, mirando al piso. – Usted, en cambio, tendrá una genealogía de ángeles que descifrar…o resolver…aún. O una de demonios que acabarán por resolverlo a usted – añadió riendo - : Ángel o demonio, quién sabe.
- ¿Tú crees que Dios llegue a perdonarte por…esto? – balbuceó el hombre en el piso.
Santander revisaba, ahora, una cajita metálica de tres luces rojas y una antena. La dejó con delicadeza en el suelo y miró complacida al anciano. Luego se le acercó lentamente con las manos reunidas en la espalda.
- ¿Dios, doctor?- dijo sonriente. Juntó su rostro al del hombre, rozándolo con su aliento-. ¿Usted cree en Dios, doctor?
Se apartó y con su pañuelo grasiento comenzó a embeber el sudor en el rostros del anciano, que jadeaba, ahora, profusamente. Y continuó:
- Si Dios existiera, ministro. Si Dios caminara por lo celeste. Si hubiera espacio para un Dios en el Universo y si fuera, además de su Creador, un Dios bueno..., no sabemos qué resolvería enfrentado a una alimaña como usted.


Guardó silencio unos segundos. Escrutó el rostro del anciano, le dio la espalda y caminó hasta el borde de la azotea con las manos en los bolsillos. Allí se detuvo, contemplando los edificios.
- Aunque, ciertamente, lo perdonaría, doctor, no se preocupe. No debe usted aflojar. Nobleza obliga.
En ese punto fue hasta la tienda de campaña y retiró del interior un bulto largo y oscuro.
- En fin, doctor –dijo-, la nobleza debiera, llegado el momento, conducirnos a algo, ¿no es así? –volvió hacia el hombre maniatado-. Venga conmigo, doctor. Debemos apresurarnos.
El ministro fue acomodado al borde de la azotea y atado nuevamente a la barandilla, con las piernas colgando en el vacío.
- ¿Está cómodo? – preguntó Santander, marcando un número en un teléfono celular que acababa de producir en su mano.
Escuchó unos momentos, pendiente del otro lado -. Sí, soy yo – dijo al fin -. Quiero a la mujer subiendo lentamente por las escaleras del Ministerio. En cinco minutos más les diré qué hacer.
Colgó. Se agachó y abrió la larga funda que esperaba en ele suelo. Alzando hasta su hombro un fusil SVD.7 de precisión, con mira telescópica. Por el visor contempló a una mujer subiendo lentamente las prolongadas escalinatas del ministerio. Le acercó la mira al anciano y este pudo verla a su vez. Luego volvió a la posición de tiro.
- ¿La vio usted, ministro? – le preguntó, apuntando a su objetivo – Es su...¿cómo la llama usted? ¡Su pareja! ¡Su amancebada o concubina...! Digamos que es su novia. No recuerdo su nombre. ¿Graciela, Gabriela? Bueno, qué importa, Dios nos reconoce por un único nombre.
- Por amor a Dios- dijo el anciano, no le haga daño -.
- ¿Qué borro primero, doctor? ¿El alma suya, o el cuerpo de ella? – preguntó Santander, calibrando el blanco a través de la mira.
- Se lo ruego, no lo haga usted. ¡Por lo que más quiera!
- Oh, el dolor – dijo Santander, retirando los ojos de la mira -, la pureza del dolor. Hay que bajar a lo más oscuro para ver la luz, decía Baudelaire. ¿Qué opina usted, doctor? ¿Está de acuerdo con eso? – preguntó por última vez. Luego volvió a la mira y disparó. Dos veces.
La distancia transformaba las escaleras del Ministerio en una maqueta de cartón piedra, llenándose de varios escuadrones de escarabajos y hormigas, que pululaban en torno a un montículo de azúcar. Gabriel Santander se apoyó en la barandilla, y junto a ministro, que lloraba sin hacer ruido, con convulsiones internas. Con los ojos profundamente cerrados, la boca desencajada y abierta hacia los cielos, anunciando un aullido que no ocurría.


- Tranquilo, doctor. Consuélese en su próxima partida – dijo Santander, con palabras que parecían de sincero aliento.
Enseguida retomo el celular y llamó.
- Nos encontramos en la torre 3, frente a ustedes – dijo – Vengan por nosotros. El ministro está bien.
Arrojó el teléfono al vacío y se sentó en el suelo, de espaldas al ministro. Con la mirada pasó revista a las cargas, ubicadas en cada ángulo de la azotea, musitando quedamente unas palabras.
El ministro creyó oír algunas de ellas, segundos antes del estallido. Algo como: "Y van a dar a la mar que es el morir..."

martes, enero 03, 2006

El Libro que Viene. Cuento 3



Otros Chinos


El sable cercenó el cuello como queso camembert. Un cuello blanco, de cerámica. Desde siempre anhelado en silencio por los parroquianos varones. Esos mismos que después de tragar el arroz y el refrito del menú diario, regresaban a su oficina, e instalados frente al computador, lo imaginaban iluminando sus pantallas, mientras cerraban los ojos, soñando con un beso dulce, oriental y dulce, que los acariciara y los arrebatara para siempre del azufre de sus vidas. Ahora, esos mismos ojos, contemplaban ese rostro amado rodar envuelto en sangre por la felpa.
El cuerpo decapitado avanzó unos metros y desde el cuello huérfano brotó un golpe líquido que azotó el muro. Entonces, bajo el umbral de la sala, asomó la hoja de la espada asesina. Enorme. Avanzó deslizándose desde el filo sobre la alfombra, hasta descubrir un brazo envuelto en una bata carmesí. Una bata que acabó mostrándose entera, coronada por una cabeza triangular vestida de maquillaje blanco, con la nariz flanqueada por dos rayos dorados y las cuencas de los ojos pintadas de negro. Metro Noventa. Chino.
Se paró frente al comedor principal sosteniendo su arma delante de sus ojos. Abrió sus piernas formando un ángulo que a cierta distancia le daba la apariencia de un alicate.
Dos oficinistas almorzaban en una mesa, dos metros en línea recta. Henríquez le dijo a Gómez:
Ni se te ocurra una de tus huevadas, ¿me escuchaste flaco?

¡Taumí, Teioua! – dijo el gigante, sin moverse. Un rictus recorrió el comedor, instalando un silencio siberiano. El Chino esperó y avanzó un paso. Lo suficiente para que todos corrieran hacia el fondo del recinto, en medio de tropiezos y alaridos. Solo algunos permanecieron paralizados y adheridos a sus asientos. Henríquez y Gómez, entre ellos. ¡Taumí, Teioua! – repitió la Aparición, mientras sus pies rompían nuevamente su simetría y avanzaban y se deslizaban hasta detenerse a un metro en diagonal, a la derecha. Gómez y Henríquez a un metro, a la izquierda. Todos los oídos recibieron las dos palabras. Esta vez el gigante las dijo escudriñando cada rostro, como buscando una respuesta. Congelando una vez más los gritos en las gargantas.

Repentinamente, de la mesa más lejana, una mujer estalló en un aullido, al tiempo que avanzaba. Temblando caminó en dirección del chino, gritaba más y más fuerte. En los chillidos se adivinaban "por favores", "mis niños" y cosas así.
El Oriental giró su cuello y vio a la mujer desencajada dirigirse hacia él. Modificó ligeramente la dirección de su tórax y su muñeca derecha condujo la espada a posición de combate. Esta vez Gómez quiso intervenir, Henríquez alcanzó a evitarlo con un jalón de la chaqueta. El Chino le dedicó una mirada de reojo, un segundo antes de abrir en dos a la mujer, que ya se encontraba a su alcance. Le dio un golpe diagonal, cortó desde el hombro izquierdo hasta el esternón. El cuerpo cayó abierto como las páginas amarillas.
Retiró el arma y, con un arabesco sobre su cabeza, volvió a su posición original. Alicate.
Las veinte mesas del restaurante Hao-Hwa estaban vacías. Los comensales se aprisionaban contra las murallas, sin poder protegerse con ellas.
Fue entonces cuando ocurrió. A espaldas de la Aparición, la puerta batiente de la cocina se abrió mostrando otro Chino. Uno pequeño, de edad avanzada. Un delantal cubriendo su cintura, el pelo corto al ras y el rostro húmedo. Semejaba a uno de lavandería, de película del Oeste.
Dijo: - Saijie. Cosu hwa, cung su. Nai ta.
Mientras el viejo Chino, hablaba el Gigante escuchó en silencio, siempre de espaldas a él.
¡Qué mierda pasa! -, masculló Gómez, contenido. – Cállate por favor, te lo suplico – le respondió Henríquez, sosteniendo a su amigo por la solapa. La Bata Carmesí giró lentamente, como sosteniendo una danza. Taumi, Nai ta – dijo, y dos niños, de maquillaje y trajes brillantes asomaron corriendo desde el umbral, llevando pendones que sostenían lámparas de papel, encendidas y rojas, ubicándose a la derecha de cada chino.

Sobrevino el desenlace. Precipitado y violento.
El pequeño Chino cogió dos palillos de madera del bolsillo de su delantal. Empuñándolos, los esgrimió hacia la Aparición, como un banderillero en la plaza de toros. Con una velocidad inconcebible, logró tomar el impulso necesario para saltar sobre su enemigo. La espada cruzó su vientre, destrozándolo. Su cuerpo cayó retorciéndose.
Pero el gran Carmesí estaba tocado. La mitad de ambos palillos se perdían en la base de su cuello. Su mano izquierda sostenía la espada, mientras los dedos de la derecha evidenciaban la sangre que emanaba de su boca. Su garganta se estremecía, ahogándose.
Los niños permanecían con las lámparas en alto. Inmóviles.
No pudo impedir, tampoco, que Gómez se le fuera encima. Así como Henríquez no logró agarrar la chaqueta. El Gran Chino sintió la cortapluma hundiéndose en el pecho y con un golpe postrero de su brazo, derribó a Gómez sobre el cadáver de las páginas amarillas. Algo balbució antes de desplomarse. Nadie alcanzó a escucharlo. Tampoco Gómez.
En medio de los gritos de la gente que huía hacia la calle, Henríquez corrió sobre su amigo y después de comprobar que estaba entero, le dijo que se quedara ahí y que no se moviera, que todo estaba bien y que iba a llamar al la policía.
Gómez, sentado en el suelo y apoyado en la muralla, con dolor y temblor en las manos, contempló la escena. La mujer abierta en dos, los cuerpos de los chinos que aún se sacudían. Y a los niños, que permanecían en el mismo lugar, con las lámparas aún encendidas.

El Libro que Viene. Cuento 2




Invisibles

La dependiente se inclinó para enredar sus uñas violetas en los rizos del niño.
- Pero qué cosa más linda ¿Qué anda haciendo por aquí, Usted? ¿Está solito? Cómo se llama?
- Me llamo Ramir. No estoy solito – contestó el pequeño.
Sus rizos se deslizaban y se dejaban acariciar por entre los huesudos dedos de la mujer.
- Ramir es un nombre distinto, ¿no? –
- Sí, es distinto – contestó Ramir y prosiguió – Mi mamá está allá con un caballero – le dijo, indicando a una señora, al fondo del largo pasillo de mármol de las joyerías Cerafino, la más amplia y elegante de la capital.
El techo del edificio se elevaba a los 30 metros, formando una cúpula, de cuyo centro pendía una lámpara de lágrimas de un diámetro colosal, como una pista de circo en llamas. Cuatro columnas gigantes, en forma de Musas o Diosas, sostenían el recinto desde dentro.
- Bueno, no te vayas a perder. Quédate por aquí cerca – le encareció la dependiente.
- No, tía – dijo Ramir, mientras se sentaba en una banca de felpa.
La gran puerta giratoria rodaba y rodaba dejando entrar novias, novios, padrinos y madrinas anhelantes de un brillo consagratorio para sus manos y sus muñecas.
Luego de 15 minutos, en uno de los giros y en medio de visones y sedas: Un niño. Otro niño. Piel dorada, pelo negro y engominado, envuelto en un abrigo de setenta centímetros. Recorrió el pasillo con las manos en los bolsillos, hasta reconocer a Ramir. Caminó hacia él y se sentó a su lado sin mayores aspavientos.

- Llegas tarde, Domingo – dijo Ramir –
- Tuve un problema con mi vieja. Ya está resuelto – respondió el recién llegado.
Guardaron silencio unos segundos. Cada cual observaba su entorno, mientras balanceaban sus pequeñas piernas por debajo de la banca.
- Debemos esperar unos minutos, ya debe estar por abrirla. Yo te daré la señal – dijo Ramir.
- Muy bien – le contestó Domingo, sin mirarlo.
Los clientes abandonaban el lugar, engalanados por la certeza de encontrarse entre iguales, en medio de gestos ampulosos y desmedidos. Al pasar junto a los niños dedicaban un comentario dulce, una caricia o una pregunta preocupada.
- Mi mamá está cerca, ya viene. Gracias tío –contestaban los niños, mientras re ordenaban el cabello luego de las caricias.
- Al próximo imbécil que me despeine, lo mato – dijo Domingo.
- Cálmate – dijo Ramir – Aquí llega el cordero – indicó con un gesto de sus labios.
El que venía era un hombre de cincuenta años. Terno a rayas, chaleco y levita. De pelo mínimo, engomado cuidadosamente para cubrir el avance de la calvicie implacable. Ingresó por el mostrador con la confianza de la jefatura, mientras sendos "Buenas tardes, Señor Jensen", resonaban a su paso.
- Señor Jensen, señor Jensen – dijo Ramir – reza por tu pobre alma. - Es el momento – le indicó a Domingo.
Domingo el pequeño engominado, condujo su elegancia mínima hacia las largas escaleras que llevaban a las oficinas administrativas. Las subió lentamente y ya en el último escalón giró sobre si mismo y esperó.
En el instante en que Ramir levantaba su mano derecha, Domingo se arrojó rodando por escaleras hasta yacer en el primer escalón, con el cuerpo torcido e inmóvil.
- Es un maestro – se dijo Ramir, mientras se ponía de pie y se dirigía al mostrador.
Decenas de personas, entre gritos de señoras, corrían hacia el niño inerme, o miraban hacia las escaleras preguntando por lo ocurrido.
No fue difícil para Ramir escurrirse por el mostrador y llegar a la oficina del señor Jensen. La puerta estaba cerrada sin seguro, Jensen no había escuchado el alboroto y se encontraba inclinado, abriendo una caja fuerte al costado de su escritorio.
- Tío, ¿qué es eso que brilla ahí dentro? – preguntó Ramir, ingresando a la oficina.
- ¡Pero qué estás haciendo aquí, niño! – exclamó Jensen, sorprendido y disgustado.
Los ojos de Ramir se abrieron como uvas y se llenaron de un brillo arrepentido.
- Salgamos de aquí inmediatamente porque el tío está trabajando – dijo Jensen, molesto, mientras jalaba al niño del brazo.
Ramir rompió en llanto.
El comerciante se detuvo y soltó al pequeño, doblemente ofuscado por la situación en la que se veía envuelto.
Está bien, está bien – dijo Jensen inclinándose para pasar revista al pequeño rostro rubio, que se deshacía en lágrimas como un helado de vainilla.

La altura precisa para el golpe de Ramir. La fina daga cercenó la garganta abriéndola como una granada. Jensen estiró su mano engrifada tratando de agarrar aquello que le quitaba todo lo que había tenido, lo que tenía y lo que podía tener. Se desplomó lento hacia atrás, mientras sus ojos se cerraban como se cerraba su vida.

- No golpeas a los niños ajenos, verdad imbécil. Pero al tuyo sí lo atormentas, ¿verdad? - dijo Ramir mientras retiraba dos pequeños cofres del compartimiento superior de la caja de seguridad, empinándose con sus dos pies, como ante una fría y desmesurada alacena.
Abandonó la oficina, luego de comprobar los diamantes en la cantidad supuesta, dentro de cada estuche.
Una vez traspasado el mesón miró hacia la escalera. Decenas de rostros radiantes se felicitaban ante un niño despeinado y sonriente que volvía a la vida. Un hombre alto y canoso levantaba a Domingo, mientras todos querían acariciarlo.
- Es un maestro – se repitió Ramir, mientras abandonaba la joyería. Al atardecer, ambos se reunieron en la Plaza Celina.
- Qué dices, Domingo – dijo Ramir, mientras observaba como, a lo lejos, se apagaban las luces de la joyería Cerafino y los últimos automóviles de la policía se alejaban del lugar - ¿Elegirías toda esa pompa para tus hijos?
Domingo lo miró de reojo, sin contestar nada.
- Es verdad Domingo – prosiguió Ramir, mientras sonreía – toda esa arrogancia no merece mayor comentario. ¿Cómo es ese dicho? Vanitas…?
- Vanitatem – dijo Domingo, guardando su cofre en el abrigo.

lunes, enero 02, 2006

Sevilletas de Bar - microcuentos


Paula


Porque te amo, Paula, es que se me ocurrió imaginarte trabajando de espía, en pleno Santiago. Involucrada en una operación de extrañas características. Y en circunstancias en que, amor mío, según versiones de testigos, fuiste vista en la línea 2 del Metro, batiéndote a tiros con hombres de civil. Discúlpame, pero ya nada puedo hacer por ti. Tú elegiste tu camino. Solo podría soñar, por ejemplo que voy por Ahumada, camino a rescatarte, con una escopeta recortada bajo el impermeable.

El Libro que Viene. Cuento 1



Nombre Propio

Le escribías cartas. Lo hacías porque estas cosas te gustaban desde siempre. Y porque la amabas. Por lo menos eso dabas a entender. Que la amabas. Dabas a entender, también, que ella no sentía mayor cosa por ti. Eso decías. Volvías a tu casa de la biblioteca, no limpiabas nada. Levantabas las sábanas y el cobertor y ahí mismo te acostabas. No sacudías. Hay que sacudir un poco, te decían, pero tú llegabas y te metías a la cama, a veces con la misma ropa, mirabas el techo y la ventana y pensabas en otra carta. Escribías Madame de Boulonge, si vos estuvierais aquí y mi corazón se bañase con agua de río, fresco y lleno de vida. Si solamente os viera, si viera el rostro de Cristina, Cristinne, Crista. Santa de mi cuerpo y otras cosas así le decías a la Cristina. Pero ella solo iba y volvía de clases. Caminaba así con su ropa y su pelo largo. Y tú estabas distinto, ya no le pegabas a nadie y esas cosas. Ni salías ya ni planeabas asuntos de esos con nosotros. Ni le comprabas al Suami ni le vendías al Taco. Te extrañaban. Te miraban de lejos y no se metían. Los muchachos se veían tristes. Recordaban la vez que entraste al mini- marquet y le aplastaste la cabeza al dueño. Como cinco veces se la azotaste. Porque no te quería pasar el dinero. Lo vendrá a buscar Caronte, dijiste, mientras nosotros te mirábamos espantados. Siempre decías esas cosas raras. No entendíamos nada pero te seguíamos. Nos gustaba seguirte. Ahora estás tendido en tu cuarto y escribes todo el puto día. Nadie se acerca. No se acerca Cristina.
Murmuras mientras escribes.
El Himes quiso hablarte el otro día. Se te acercó por detrás para escuchar lo que decías parece. No se qué quería hacer el Himes. Lo tomaste por el cuello y le susurraste algo al oído. El Himes desapareció por un buen tiempo. Nadie sabe qué le dijiste. Nadie se imagina. Te crecerá otra oreja por la que escucharás todo mejor, le abrías dicho. Cosas que se te ocurren. Como aquella en que nos reuniste. Preguntaste: ¿Cómo se sabe que un Banco es un Banco? Habías recorrido los rostros para estacionarte en el de Hadley, le habías preguntado suavemente por qué razón irías a un Banco. Hadley te dijo que para llevar y sacar plata. Está muy bien Hadley, muy bien, respondiste mientras palmoteabas un hombro. Pero dime, continuaste, qué otras cosas ocurren en los Bancos. Hadley dijo que los asaltos.


Entonces te habías levantado caminando entre nosotros. Dijiste: Los asaltos, Hadley, muy bien. Pero pensemos, muchachos, qué ocurre, profundamente, cuando un Banco es asaltado. En ese momento produjiste de aquellos silencios que tú solamente provocabas. Anunciabas algo impensable. Se los diré yo, mis hermanos, continuaste, antes que alguno diga una grosería. Se los diré: Un Banco se transforma en un Banco. El segundo Banco lo dijiste como si fuese otra palabra. Seguiste: Como una mujer, que por primera vez es amada. Aún más, mis queridos bandidos, alargaste la frase y nos quitaste el aliento, solamente en el asalto un Banco se revela a sí mismo, como quien se mirase por primera vez al espejo.


Después las cartas. Cristina. Sus ojos amarillos.


Tú le dijiste a todo el Banco al suelo. Todos estaban en el suelo. El guardia estaba en el suelo. Y te miraba y te miraba. Estaba pálido y como extraviado. Le hiciste una seña y caminó hacia ti muy despacio. Por el miedo se venía así muy lento. Se detuvo entre los que estaban tendidos. Explicaste a la gente lo que ya nos habías explicado. El guardia se puso a llorar cuando terminaste la explicación. Tú lo dejaste llorar. Algunos de los que estaban tendidos también lloraban y temblaban y todo eso. Tú los dejaste a todos. No hacías ningún gesto. Nosotros tampoco. Teníamos unas máscaras como de loros y títeres que no habíamos conseguido. Estábamos ahí, tranquilos, con las escopetas y los revólveres apuntando el techo porque nadie hacia nada. Tomaste al guardia por el cuello y lo llevaste al centro de la sala, lo arrodillaste, mientras le abrías con el cuchillo un profundo corte en la palma de su mano izquierda. Le dijiste que dibujara unas letras, que jamás habíamos visto, con su mano ensangrentada. Lo mismo hiciste con dos cajeras y un señor cliente. El guardia seguía llorando y tú le dejabas. Ibas y venías de aquí para allá diciendo unas palabras. Antes me explicaste que era latín. Yo sabía que era latín. Los muchachos no sabían nada. Solo estaban ahí. Taibo se restregaba un ojo. El piso del Banco brillaba con la sangre y se formaban pequeñas lagunas como de Coca- Cola que se derrama en la mesa.
Eras así. No eras ni malo. Por qué ahora este sueño en que caíste. Qué significa tanta pena y corazón roto. El Chandler decía que las minas siempre andan arruinándolo todo. Bastaba mirarte. Mirarte como la mirabas. No era lo tuyo, decíamos. Tú mirabas así. Desde el fondo del Banco indicando la salida posterior. Dijiste que saldrías por la puerta principal. Te dijimos que estaba la Cana, que te la iban a dar. Te lo dijimos tranquilamente. Siempre estábamos tranquilos. Decías que eso te gustaba de nosotros. Saliste. Nos quedamos viéndote un rato por los cristales. Le dimos la espalda a la gente que seguía tendida, helada de miedo. No nos llevamos nada. Tú tampoco llevabas dinero, porque el Banco no lo robamos. Hicimos un bautizo, eso es lo que hicimos. Más o menos eso pensábamos, por lo que nos dijiste. Traías la pistola automática en tu mano, junto al muslo. Fuiste derecho a los policías con una pequeña sonrisa en la parte derecha de tu boca. Te paraste frente a la ventanilla y giraste como rueda el dedo para que el oficial te la abriera. La abrió. Cómo lo lograste. Cómo hiciste eso. Nadie sabe. La confianza de la gente, concluyó Montalbán. Los policías dejaron el vehículo y se fueron calle abajo. Qué les dijiste. Te fuiste caminando. Nosotros también, por detrás. Caminando así, por entre la gente. ¿Recuerdas estas cosas tirado en tu cama, en medio de las latas, de los platos de tallarín helado que te rodean? ¿Rodean cosas como estas tu cabeza?

O es ella.


Fue por eso que me acerqué a hablarle. Porque estás ahí todo muerto, me acerqué a hablarle. No has escuchado su voz. Yo sí. No la escuches nunca, te morirías más todavía de lo que estás muerto. Te seguirías extinguiendo hacia lo desconocido. Me quedé frente a ella bien tranquilo. Siempre estoy tranquilo. Que te estabas muriendo y que escribías kilos y kilos de papeles para ella, le dije. Mientras le contaba, yo miraba la copa de un árbol gris, como de invierno que estaba cerca de ella. Que eras algo así como ese árbol, duro, grande y gris, pero que no eran esas las palabras, sino que eras distinto o algo así, le dije. Después supe que la palabra era insondable, que otras palabras eran misterio y tristeza. Pero no las dije.
No me atreví a mirarla sino hasta que me preguntó que por qué todo esto y que no comprendía. Me senté junto a ella y le conté todo lo que te estoy diciendo. Me preguntó mi nombre. Dashiell. Que tú me pusiste así por ser el primero, me explicaste. Y que si yo sabía el nombre suyo, su propio nombre. Le dije que ella estaba elegida y que su nombre aún no estaba dicho. Eso se me ocurrió decirle. Me miró con los ojos grandes y sonrojada, así de bella como la virgen que está en el altar derecho de la iglesia de Santa Rita o como la modelo rubia del detergente Tredy, así de linda, como sino fuera, o no se pudiera algo como ella. Hablamos y caminamos por el parque, por el camino que hacían las hojas amarillas. Luego Subió a un microbus y se fue para su casa.
Pero ahora tienes que saber que deberás venir tu para nombrarla. Tendrás que ponerte de pie para contarle quien será ella desde ahora y para siempre.
Ahora, amigo del alma, antes que todo se olvide de ti y nunca más se escuche tu nombre.

Tirador en la Azotea 1

Notas Urbanas