lunes, enero 02, 2006

El Libro que Viene. Cuento 1



Nombre Propio

Le escribías cartas. Lo hacías porque estas cosas te gustaban desde siempre. Y porque la amabas. Por lo menos eso dabas a entender. Que la amabas. Dabas a entender, también, que ella no sentía mayor cosa por ti. Eso decías. Volvías a tu casa de la biblioteca, no limpiabas nada. Levantabas las sábanas y el cobertor y ahí mismo te acostabas. No sacudías. Hay que sacudir un poco, te decían, pero tú llegabas y te metías a la cama, a veces con la misma ropa, mirabas el techo y la ventana y pensabas en otra carta. Escribías Madame de Boulonge, si vos estuvierais aquí y mi corazón se bañase con agua de río, fresco y lleno de vida. Si solamente os viera, si viera el rostro de Cristina, Cristinne, Crista. Santa de mi cuerpo y otras cosas así le decías a la Cristina. Pero ella solo iba y volvía de clases. Caminaba así con su ropa y su pelo largo. Y tú estabas distinto, ya no le pegabas a nadie y esas cosas. Ni salías ya ni planeabas asuntos de esos con nosotros. Ni le comprabas al Suami ni le vendías al Taco. Te extrañaban. Te miraban de lejos y no se metían. Los muchachos se veían tristes. Recordaban la vez que entraste al mini- marquet y le aplastaste la cabeza al dueño. Como cinco veces se la azotaste. Porque no te quería pasar el dinero. Lo vendrá a buscar Caronte, dijiste, mientras nosotros te mirábamos espantados. Siempre decías esas cosas raras. No entendíamos nada pero te seguíamos. Nos gustaba seguirte. Ahora estás tendido en tu cuarto y escribes todo el puto día. Nadie se acerca. No se acerca Cristina.
Murmuras mientras escribes.
El Himes quiso hablarte el otro día. Se te acercó por detrás para escuchar lo que decías parece. No se qué quería hacer el Himes. Lo tomaste por el cuello y le susurraste algo al oído. El Himes desapareció por un buen tiempo. Nadie sabe qué le dijiste. Nadie se imagina. Te crecerá otra oreja por la que escucharás todo mejor, le abrías dicho. Cosas que se te ocurren. Como aquella en que nos reuniste. Preguntaste: ¿Cómo se sabe que un Banco es un Banco? Habías recorrido los rostros para estacionarte en el de Hadley, le habías preguntado suavemente por qué razón irías a un Banco. Hadley te dijo que para llevar y sacar plata. Está muy bien Hadley, muy bien, respondiste mientras palmoteabas un hombro. Pero dime, continuaste, qué otras cosas ocurren en los Bancos. Hadley dijo que los asaltos.


Entonces te habías levantado caminando entre nosotros. Dijiste: Los asaltos, Hadley, muy bien. Pero pensemos, muchachos, qué ocurre, profundamente, cuando un Banco es asaltado. En ese momento produjiste de aquellos silencios que tú solamente provocabas. Anunciabas algo impensable. Se los diré yo, mis hermanos, continuaste, antes que alguno diga una grosería. Se los diré: Un Banco se transforma en un Banco. El segundo Banco lo dijiste como si fuese otra palabra. Seguiste: Como una mujer, que por primera vez es amada. Aún más, mis queridos bandidos, alargaste la frase y nos quitaste el aliento, solamente en el asalto un Banco se revela a sí mismo, como quien se mirase por primera vez al espejo.


Después las cartas. Cristina. Sus ojos amarillos.


Tú le dijiste a todo el Banco al suelo. Todos estaban en el suelo. El guardia estaba en el suelo. Y te miraba y te miraba. Estaba pálido y como extraviado. Le hiciste una seña y caminó hacia ti muy despacio. Por el miedo se venía así muy lento. Se detuvo entre los que estaban tendidos. Explicaste a la gente lo que ya nos habías explicado. El guardia se puso a llorar cuando terminaste la explicación. Tú lo dejaste llorar. Algunos de los que estaban tendidos también lloraban y temblaban y todo eso. Tú los dejaste a todos. No hacías ningún gesto. Nosotros tampoco. Teníamos unas máscaras como de loros y títeres que no habíamos conseguido. Estábamos ahí, tranquilos, con las escopetas y los revólveres apuntando el techo porque nadie hacia nada. Tomaste al guardia por el cuello y lo llevaste al centro de la sala, lo arrodillaste, mientras le abrías con el cuchillo un profundo corte en la palma de su mano izquierda. Le dijiste que dibujara unas letras, que jamás habíamos visto, con su mano ensangrentada. Lo mismo hiciste con dos cajeras y un señor cliente. El guardia seguía llorando y tú le dejabas. Ibas y venías de aquí para allá diciendo unas palabras. Antes me explicaste que era latín. Yo sabía que era latín. Los muchachos no sabían nada. Solo estaban ahí. Taibo se restregaba un ojo. El piso del Banco brillaba con la sangre y se formaban pequeñas lagunas como de Coca- Cola que se derrama en la mesa.
Eras así. No eras ni malo. Por qué ahora este sueño en que caíste. Qué significa tanta pena y corazón roto. El Chandler decía que las minas siempre andan arruinándolo todo. Bastaba mirarte. Mirarte como la mirabas. No era lo tuyo, decíamos. Tú mirabas así. Desde el fondo del Banco indicando la salida posterior. Dijiste que saldrías por la puerta principal. Te dijimos que estaba la Cana, que te la iban a dar. Te lo dijimos tranquilamente. Siempre estábamos tranquilos. Decías que eso te gustaba de nosotros. Saliste. Nos quedamos viéndote un rato por los cristales. Le dimos la espalda a la gente que seguía tendida, helada de miedo. No nos llevamos nada. Tú tampoco llevabas dinero, porque el Banco no lo robamos. Hicimos un bautizo, eso es lo que hicimos. Más o menos eso pensábamos, por lo que nos dijiste. Traías la pistola automática en tu mano, junto al muslo. Fuiste derecho a los policías con una pequeña sonrisa en la parte derecha de tu boca. Te paraste frente a la ventanilla y giraste como rueda el dedo para que el oficial te la abriera. La abrió. Cómo lo lograste. Cómo hiciste eso. Nadie sabe. La confianza de la gente, concluyó Montalbán. Los policías dejaron el vehículo y se fueron calle abajo. Qué les dijiste. Te fuiste caminando. Nosotros también, por detrás. Caminando así, por entre la gente. ¿Recuerdas estas cosas tirado en tu cama, en medio de las latas, de los platos de tallarín helado que te rodean? ¿Rodean cosas como estas tu cabeza?

O es ella.


Fue por eso que me acerqué a hablarle. Porque estás ahí todo muerto, me acerqué a hablarle. No has escuchado su voz. Yo sí. No la escuches nunca, te morirías más todavía de lo que estás muerto. Te seguirías extinguiendo hacia lo desconocido. Me quedé frente a ella bien tranquilo. Siempre estoy tranquilo. Que te estabas muriendo y que escribías kilos y kilos de papeles para ella, le dije. Mientras le contaba, yo miraba la copa de un árbol gris, como de invierno que estaba cerca de ella. Que eras algo así como ese árbol, duro, grande y gris, pero que no eran esas las palabras, sino que eras distinto o algo así, le dije. Después supe que la palabra era insondable, que otras palabras eran misterio y tristeza. Pero no las dije.
No me atreví a mirarla sino hasta que me preguntó que por qué todo esto y que no comprendía. Me senté junto a ella y le conté todo lo que te estoy diciendo. Me preguntó mi nombre. Dashiell. Que tú me pusiste así por ser el primero, me explicaste. Y que si yo sabía el nombre suyo, su propio nombre. Le dije que ella estaba elegida y que su nombre aún no estaba dicho. Eso se me ocurrió decirle. Me miró con los ojos grandes y sonrojada, así de bella como la virgen que está en el altar derecho de la iglesia de Santa Rita o como la modelo rubia del detergente Tredy, así de linda, como sino fuera, o no se pudiera algo como ella. Hablamos y caminamos por el parque, por el camino que hacían las hojas amarillas. Luego Subió a un microbus y se fue para su casa.
Pero ahora tienes que saber que deberás venir tu para nombrarla. Tendrás que ponerte de pie para contarle quien será ella desde ahora y para siempre.
Ahora, amigo del alma, antes que todo se olvide de ti y nunca más se escuche tu nombre.