viernes, abril 21, 2006

El Libro que Viene. Cuento 5


Donde Manda Capitán



Noticia.

El cadáver de un hombre de unos cuarenta y cinco años fue encontrado en horas de esta mañana en las afueras de la ciudad, en el área del bosque de La Frontera. El Detective Prefecto Juan Alberto Molina, relató a los medios presentes que, por el modus operandi de los autores, podría tratarse de un ajuste de cuentas entre bandas narcotraficantes, o bien obra de alguna secta cuya procedencia se desconocería, debido al particular y poco común ensañamiento en el cuerpo de la víctima. Según testigos, la cabeza del occiso se encontraba girada hacia atrás totalmente y las cuencas de los ojos vaciadas por completo, así como múltiples heridas y laceraciones en todo el cuerpo, particularmente en la zona genital. El Oficial indicó que, por los antecedentes señalados, se creía improbable una próxima identificación del individuo.




- ¿Y cómo vendría siendo el servicio que desea el Señor? – preguntó la Gorda. Una gorda al redoble. Vestida de verde. Una gorda sentada delante del Señor Sanhueza, que consultaba.

Rejodido en su dolor, Don Juvenal Sanhueza se había dado el valor de entrar en el desparramo financiero de la sangre. Como todas las otras, esta oficina, la de Urzúa y Paredes, se incrustaba en el centro del Edificio de los Dominicos, como un perdigón en el centro de un buey negruzco.

Por encima del pelo lacado de la gorda, se avalanzaba un enorme óleo, que mostraba una batalla que a Sanhueza le pareció extranjera. Algo como un musgo negro y rosa se sostenía contra un rincón del techo.
No el Olvido sino la Venganza lo convocaban. "Bendeta" – pensó en un italiano mal escrito.

- ¿Señor? – insistió la Gorda, ante un cliente distraído.

- Si...bien, mire usted – dijo Sanhueza – la quiero aplastada, destrozada, sepultada para siempre. No sé qué podría recomendarme.

- Pero el servicio solicitado vendría siendo por la infidelidad de la cónyuge o por los deseos, propios de Usted, de liberarse para, por ejemplo, iniciar otra relación – preguntó la Gorda en forma automática y mirando su escritorio, mientras golpeteaba con su pluma el taco de su calendario.

- Bueno, en realidad …¿existe alguna diferencia? – respondió Sanhueza, algo desconcertado.

- Por supuesto, señor, de eso puede depender la asignación de uno u otro funcionario a la cuenta.

- Entiendo- dijo Sanhueza, rascándose la cabeza con cierta violencia- entonces es por la infidelidad de la cónyuge y- dijo Sanhueza, recalcando el ilativo- por los deseos míos de liberarme para siempre- finalizó, al tiempo que señalaba con su dedo índice el papel que la gorda tenía delante, como para que esta tomara apunte.

- Mh- dijo la gorda, en tono interesado- eso vendría requiriendo una carpeta C. Incorporándose, se dirigió a un armario a sus espaldas y revisó los archivadores durante treinta segundos. Sacó una carpeta.

- ¿La carpeta C?- preguntó Sanhueza con un cierto dejo agotado.

- Vendría siendo, efectivamente Señor- dijo la Gorda, mientras la silla volvía a crujir asfixiada.

Sanhueza tomó la carpeta y la abrió en su primera sección. En ambas páginas, una secuencia de seis fotografías Polaroid mostraba a dos sujetos salidos del Averno. En las tres imágenes iniciales, martillaban la cabeza de un hombre hasta más o menos reventarla y en las siguientes, sus restos eran introducidos en una bolsa de saco. Unas pequeñas notas había al pie de cada página, pero le resultaron ilegibles.

- Es bastante explícita esta representación. Me queda bien clara la oferta –dijo Sanhueza algo pálido.

- No es actuación, señor, vendrían siendo fotografías en terreno –dijo la Gorda, satisfecha.

Sanhueza no respondió.
La mujer abordó el intercomunicador con prestancia oficiosa. Su dedo índice derecho, se dejó caer sobre el tablero grasoso, marcando un número. Sanhueza presintió lo peor.

- Llamaré al señor Urzúa en persona. De hecho, creo que su caso le vendría siendo muy interesante – remató la Gorda.

"No veo el motivo de hacerlo", pensó decir Sanhueza, pero no lo hizo.

-Quisiera ir al baño –dijo.

Su silla también giraba y la giró, quedando frente al pasillo. Sin preguntarle a la Gorda cuál de las cuatro puertas conducía al cuarto de baño, se incorporó y adelantó unos pasos. Sintió su pierna derecha algo dormida y la masajeó al tiempo que se volteaba a preguntar. "la puerta del..", alcanzó a decir. "la del fondo", dijo la Gorda mientras golpeteaba una calculadora. Sanhueza bajó el dedo índice que había erguido para hacer la pregunta y se re condujo al pasillo.

Un cierto vértigo se instaló en sus ojos y tuvo la sensación que el pasillo era más largo y estrecho de lo que en realidad parecía ser. Le pareció que ciertos susurros se entreveraban por las rendijas de una habitación contigua y se detuvo, miró hacia atrás, hacia la gorda, furtivamente, pero ella atendía su escritorio. Quiso reanudar su marcha en puntillas de pies, pero se sintió ridículo. - "Más ridículo no" – se dijo, y prosiguió, tomó la manilla de la derecha y entró de costado a un baño muy estrecho.
Sin pantalones. Sanhueza sentado, en la pequeña indignidad del inodoro, recorrió con su mirada la decoración de baño que el baño tenía. Inclinó su cabeza, mientras la palma de su mano derecha sostenía su frente y los dedos reordenaban su cabello.

- ¿Será necesario hacer todo esto? –se preguntó, e inmediatamente el malestar cáustico que le regalaba el recuerdo inmediato de su vida, se desparramó por su intestino. – Sí – se dijo – mientras apretaba sus rodillas.



II

- Estaciónese aquí – indicó Sanhueza.

El chofer se quitó las gafas y por el retrovisor Sanhueza reconoció a uno de los martilleros de las polaroid. A la derecha de este, un hombre pequeño, de rostro implosionado, con mejillas que se perdían en un arco de huesos, aguardaba inmóvil. Urzúa estaba sentado atrás, a la derecha del mismo Sanhueza.

El cielo del sábado se abría celeste y blanco, como una definición de mediodía. El hombre pequeño bajó por su puerta y encendió un cigarrillo, ya apoyado en el porta maletas. La calle era limpia. Las fachadas de las casas esperaban detrás de amplios ante jardines y los vecinos se conversaban con la naturalidad del verano.

Urzúa bajó del vehículo.

Urzúa.

Urzúa era un hombre alto, de pelo negro y cano. Tenía el aspecto de un funcionario público, llevaba un abrigo azul de lana que pasaba de sus rodillas. El nudillo de una corbata avinagrada se perdía en la abundancia de su cuello y al caminar sus manos se cruzaban por delante de su vientre. Aunque no lo fuera, Urzúa parecía un hombre común.

Urzúa rodeó al automóvil hasta alcanzar al hombre pequeño y le dijo algo que Sanhueza no alcanzó a oír. Sanhueza abrió la ventanilla.

- ¿ Van a hacer algo ahora? – preguntó Sanhueza.

Urzúa lo miró y se detuvo en él por unos instantes. Sanhueza sintió que no lo miraba a él, sino que estaba pensando en otra cosa. Urzúa volvió a hablar con el hombre pequeño, cosas que tampoco escuchó Sanhueza.

- Porque, saben ustedes – prosiguió Sanhueza – es aún temprano. Hay mucha gente aún – dijo mirando la otra vereda.- Y la gente nos conoce, digo, me conoce y todo puede ser muy complicado.

Urzúa se acercó a la ventanilla de Sanhueza y se agachó apoyando su antebrazo en el marco de la ventanilla del chevrolet Biscayne . – Señor Sanhueza, por favor baje usted del auto – le dijo, en un tono que a Sanhueza le pareció sumamente educado. Sanhueza lo hizo.

Juvenal Sanhueza se abotonó su chaqueta y se acopló sus amplias gafas de sol. Miró en derredor, con disimulo y se topó con la imagen de Fontecilla, que en la vereda del frente lavaba con desgano su Chevy del año, tras sus lentes gruesos de miope terminal, sostenidos a duras penas por dos pequeñas orejas, redondas, carnosas y sonrojadas.

- Señor Sanhueza – dijo Urzúa, con un modo de profesor primario – mientras veníamos en automóvil pensaba muy seriamente en su caso. – agregó, mientras comenzaba a caminar, tomando a Sanhueza por el brazo - Verá Usted, una carpeta C es para nosotros, una cosa muy seria. Usted sabe: infidelidad y deseos de liberarse – dijo, algo ido y como citando.

- Sí, claro – tartamudeó Sanhueza, al tiempo que intentaba espiar a hurtadillas a Fontecilla, que lustraba un foco, con la nariz pegada al cristal.

- Muy seria, muy seria. – repitió tenuemente Urzúa, mientras sus ojos viajaban por las copas de los árboles – En fin, – agregó mirando a Sanhueza, mientras lo tomaba por el hombro – queremos primero interrogar a su señora.

-¿ A mi señora? ¿Cómo a mi señora? ¿Cómo...? ¿Qué cosa?

- Rigor, señor Sanhueza, rigor. ¿Usted sabe lo que se le hace a una carpeta C?

Se habían detenido. Urzúa giró en 180°, tomó el otro brazo de Sanhueza y re inició la marcha. Sanhueza divisaba las ventanas de su casa, flanqueadas por lustrosas enredaderas, que ascendían con decisión por un costado y terminaban estrangulando suavemente la chimenea de ladrillos granates. Sanhueza recordó, por largos 15 segundos, la noche en que quiso dejarse caer por ella, como un Papá Noel delgado y esperpéntico y acabó incrustado en el carboncillo, con un par de costillas molidas, mientras sus hijos se desparramaban de la risa en los sillones de la sala y su mujer le recordaba: "eres un tarado, cada parte tuya es la de un tarado...", de una manera que él siempre sentía más violenta y denigrante de lo que las diversas situaciones en las que se veía envuelto, merecían. – Es una perra - pensó. - Que se muera.

El hombre pequeño y el otro los esperaban de frente. Este último, llevaba de nuevo sus gafas. Era un hombre rosado y grueso, el botón superior de su traje sellaba su cuerpo sobre un espacio insuficiente, haciendo que sus brazos cayeran de tal forma que lo convertían en un triángulo equilátero.

- Sí, sé lo que lo ocurre a una carpeta C. – dijo Sanhueza volviendo a su calle, desde la provincia del odio – Me lo explicó la señorita... – balbuceó.

- Sí, sí, la señorita Estrella – dijo Urzúa, mirando hacia la casa de Sanhueza – y agregó – Bueno, señor Sanhueza, iremos a entrevistar a su esposa. Si determinamos méritos, operaremos en el acto. ¿Quiere usted venir? – preguntó Urzúa.

- "Operaremos en el acto", querrá eso decir lo que estoy pensando - se preguntó Sanhueza en silencio. Esta vez le encontró sentido a la frase:

- No veo el motivo de hacerlo – dijo

- Espere en el vehículo, señor Sanhueza – dijo Urzúa.


III

Los tres asesinos caminaron hacia el 323, que era el número de la casa de Sanhueza. A las 5 de la tarde en punto tocaron a la puerta. Sanhueza vio a lo lejos cómo su mujer les abría la puerta, conversaban amablemente en el umbral y cómo, sin mas, ingresaban suavemente a su casa.

- Estos hijos de puta son unos profesionales – se dijo -. Pero qué le habrán dicho – se preguntó.
Sanhueza se ovilló en el automóvil, detrás de su chaqueta de lino crema y sus lentes de sol.

Atravesó la calle con su mirada y vio que la mujer de Fontecilla salía de su casa con una bandeja. Un delantal celeste definía los contornos de sus piernas y su pelo de elevaba al cielo contenido en una pequeña torre lacada. Fontecilla tomó el sandwich sin mirar a su esposa, lo mordió con ansia mientras la mostaza resbalaba y caía sobre el capó amarillo del chevy. A Sanhueza le pareció que la mujer miraba a su marido con desprecio, mientras regresaba, y sonrió con desgano volviendo a concentrar la atención en su ventana.



Lo primero que vio Sanhueza fue a su mujer cruzar hacia el aparador y dejar el plumero con que sacudía. Después vio al hombre pequeño apagar un cigarrillo sobre la chimenea. Luego la espalda de su mujer y el rostro de Urzúa que le hablaba.

Largos minutos pasaron sin que viera nada.

- Le estarán dando – pensó Sanhueza, e imaginó sangre sobre la alfombra, sangre sobre la mesa del comedor y su caballo de bronce. Sangre por todas partes.

De pronto el hombre grueso apareció de perfil, comiendo un trozo de pastel. Sanhueza vio cómo se atoraba, golpeteaba su pecho y luego soltaba una risotada hacia el fondo de la sala. Vio que el hombre terminaba de comer y que su mujer le reemplazaba el platillo por otro y que el hombre lo aceptaba. Vio que aparecía Urzúa riendo, que palmoteaba el hombro del hombre grueso y que su mujer también reía. Sanhueza se rascó un oído con fuerza.

Luego nadie nuevamente en las ventanas. Pasaron dos horas.

- Deben estar limpiando. – pensaba Sanhueza.

El sol ya caía cuando se encendieron las luces del comedor. Sanhueza abandonó el automóvil al ver al hombre pequeño que iniciaba un paseo con un cigarrillo encendido. Sanhueza escudriñaba detalles en el cristal, tratando de ver algo distinto.

Súbitamente la puerta de calle se abrió y Sanhueza regresó al vehículo.
Salieron Urzúa, el hombre pequeño y el grueso. Y su mujer, que salió a despedirlos.

Los hombres caminaron por la vereda en dirección contraria a Sanhueza. Éste, que estaba hundido junto a la caja de cambios, se asomó lentamente y comprobó que su mujer ya había cerrado la puerta. Encendió el motor y avanzó detrás de ellos, lentamente, con las luces bajas. La noche había caído sobre todo. Ya en la calle contigua, Sanhueza los alcanzó y los tres hombres subieron al Biscayne.

- Estaba un poco preocupado – dijo Sanhueza – no sabía...- dijo y se detuvo. – Es que, debo confesarles que tengo una aflicción dentro. Todo esto es muy fuerte , es muy duro. – Sanhueza guardó silencio por un trecho largo. Luego de unas calles ante un semaforo rojo, clavó su frente en el volante y permaneció así, sin moverse, mientras las luces cambiaban sucesivamente. Los demás vehículos los pasaban sin cuidado, dedicándoles alguna mirada furtiva. Ni Urzúa, ni sus hombres hacían ningún comentario y aguardaban en silencio. Sanhueza finalmente se irguió.

- Si solamente me hubiese tocado el corazón. Si solamente hubiese puesto su boca en mi corazón – dijo tenuemente Sanhueza, mientras lágrimas de lo que parecía auténtica angustia, caían por sus dos mejillas.

- Nos llevaría Usted a nuestra oficina , Señor Sanhueza – preguntó delicadamente Urzúa.

- Sí, por supuesto – dijo Sanhueza.

Sanhueza miró por el espejo retrovisor pero solo se distinguían las dos siluetas, apenas, de los dos hombres. El mismo Urzúa le pareció a Sanhueza, se perfilaba nuboso, no lograba ver bien sus ojos y su boca apenas se movía. Sanhueza enjugó su ojo derecho con su mano izquierda y apretó con quietud el acelerador. El vehículo enfiló por la Avenida de los Cedros rumbo a la zona de ferrocarriles. Luego de algunas avenidas de profundo silencio, Sanhueza una vez más pareció decaer, inclinando su rostro.

- Maligna – dijo Sanhueza entre lágrimas. – la verdad...qué noche tan grande y ...por la misma puta – hizo una pausa – qué noche tan sola.

El largo automóvil americano se había detenido frente a la vía del tren. Un péndulo blanco y metálico se balanceaba delante de ellos, a la par del talán rítmico y destemplado del guarda vías automático. Sanhueza prosiguió.

- Pero en el fondo de mi pecho estamos juntos. Si solo pudiera refugiarme en tu espalda – susurró Sanhueza – aparecerme en tu espejo, detrás de ti para besarte – dijo y continuó llorando aferrado al volante.

Esta vez el hombre delgado y el grueso, cruzaron una mirada en el asiento trasero.

Un largo convoy de carros comenzó su desfile delante de ellos. Sanhueza se incorporó y restregó su rostro. Miró hacia los vagones iluminados y en uno de ellos le pareció ver a una niña pequeña, que le recordó a su hija menor. Luego, detrás suyo, sonó el golpe seco del silenciador y su cabeza se estrelló contra el tablero.

Los hombres esperaron, hasta que el tren hubo cruzado por completo y toda el área quedó sumida una vez más en la penumbra.

Quince minutos más tarde, el vehículo se detuvo en medio de los árboles y a lo lejos una luz pequeña comenzó a acercarse. Los hombres bajaron el cuerpo y lo arrojaron sobre un montículo de hojas amontonadas.

- Neruda era al parecer lo que recitaba el caballero ¿o no? – preguntó el hombre grueso, mientras quitaba, de la comisura de su boca, una migaja de pastel.

- Parece – dijo el hombre pequeño.

- Sí, Neruda – afirmó Urzúa.

- Ah – dijo el hombre grueso.

- Bueno... y tras la paletada, nadie dijo nada – dijo el hombre pequeño, encendiendo un cigarrillo.

Los tres rieron.

La señorita Estrella ya estaba con ellos, algo agitada por la caminata. Con una lámpara de aceite en su mano derecha y una cámara polaroid pendiendo sobre su pecho.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Muy bueno el cuento, lleno de descripciones detalladas, casi como ir viendo una película a través de los ojos del autor. Final sorprendente!

XV

6:20 a. m.  
Blogger aguirrebello said...

Excelente narativa, amigo. De usted no me sorprende, siempre audaz y vanguardista en los relatos policiales y de sangre.

Personalmente, en la breve introducción no le habría puesto "el cadáver de un hombre de unos 45 años", sino que lo hubiese dejado en "el cadáver, de unos 45 años". Creo que al señalar que es de "un hombre", le quita algo de sorpresa al cuento.

Opinión de un lego en estas materias, amigo, que feliz aceptará la explicación que le puedas hacer llegar.

Abrazo,

AAB

10:04 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

De casualidad he llegado a este blog. No conozco al autor, salvo que sé que trabaja en el gobierno.
He quedado sorprendido con el cuento. Muy bueno. Hay pasta y pluma.
Salvo en contadas excepciones, los detalles, las descripciones y los énfasis aportan a la atmósfera del relato.
Ahora leeré los otros.
E.O.C.

9:07 a. m.  

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