miércoles, enero 04, 2006

El Libro que Viene. Cuento 4


Ángel Solo

Tout será oublié
Et rien será reparé
Victor Hugo



Desde el cielo, la azotea se vería como una gran célula cuadrangular, flanqueda por venas de sangre oscura. Con un gran hoyo al centro, como un gran desagüe, como un corazón vaciado de todo.
Pero no para él. Para él los cielos serían siempre el cielo. El único cielo.
Fue lo primero que pensó Santander al descorrer el cierre en mitad de la lona y salir a la intemperie, a las seis y media de la madrugada. El sol veraniego se encendía lentamente sobre la metrópolis y una brisa leve anunciaba, de antemano, las asfixia de un calor granítico.
Santander.
Gabriel Santander extendió sus brazos para luego recogerlos en la nuca. Su torso desnudo le daba la bienvenida al sol y se distendía con la precisión de la gimnasia. Un hombre joven, de unos veinticinco años. Tez clara, piel bronceada, pelo rubio. Dio media vuelta y volvió a la carpa. Una tienda de campaña de cierta amplitud, sin tarugos ni amarras, de armado automático. A ambos costados de ella, dos bultos en diagonal, cubiertos de una tela suficiente, la flanqueban, amarrados ambos a ella, formando una letra a. Mayúscula.
Santander aseguró las cuerdas y los bultos se adhirieron aún más a la tienda.
La Torre 3 era de veinte pisos. Las otras dos, de igual altura. Miraban al norte. Unidas entre sí, dejaban una pequeña franja entre todas ellas, por donde Gabriel Santander veía cruzar los automóviles de la avenida principal y conseguía divisar los edificios del barrio cívico.
Nadie lo vería. Nadie podría verlo. Recorrió lentamente la azotea. Supuso unos quince apartamentos por piso. Cuatro por familia. Unas mil doscientas personas, ninguna de las cuales hubiera imaginado nunca lo que ocurría sobre sus cabezas. Sus pasos de garza derivaron en un bailecito. Como los pasos de algún ballet, con movimientos largos y suaves.
- Confutatis, maledictis – cantaba, girando alrededor de la carpa-.
Regitatis musadictis. Maledictis. Confutatis musadictis.


Se detuvo al centro de azotea. En silencio, comenzó a darse golpecitos en la oreja derecha, moviendo las pupilas con frenesí, como buscando un sonido lejano, como si hubiera estado calibrando una antena.
- Es la hora, ministro –dijo, volviéndose hacia la tienda. Retiró la extensa tela que la cubría y dos hombres surgieron a la luz, severamente maniatados, amordazados incluso.
- Bon Giorno, ministro. Morituri salutant –dijo Santander, previa reverencia-. Espero que haya pasado usted buena noche, doctor…En cuanto a su chofer, me parece que se nos ha ido –chequeó los ojos del otro hombre, le reordenó el cabello y palmoteó sus mejillas-. ¡Sabe? Debí hacerle un par de agujeros en la tela, para que contemplara las estrellas durante la noche. Por eso de que noche es sublime y el día es solo bello. En fin…no lo hice –agregó pensativo-. Una lástima. Espero me dispense.
El hombre atado, el que aún respiraba, de unos sesenta años y pelo entrecano, tenía el rostro brutalmente enrojecido y jadeaba por resquicios de la mordaza. Miraba a Santander con un estupor desencajado, tras unos lentes de marco metálico que le cruzaban diagonalmente el rostro.
- Ministro - dijo Santander -, le voy a quitar la mordaza. Espero que no acometa un ataque de histeria u otro acto indigno de su investidura.
- Estás muerto- dijo el ministro, ya en condición parlante.
- Bueno, bueno – replicó Santander -. Una literalidad un tanto decepcionante. En todo caso, no debe usted preocuparse. Yo ya estoy muerto, es cierto. Alguien diría que soy como un muerto que se venga así mismo. Esperemos un rato y me verá usted cruzar hacia la nada. No hay que impacientarse – musitó algo ininteligible, palpándose la frente con la yema de sus diez dedos, mirando al piso. – Usted, en cambio, tendrá una genealogía de ángeles que descifrar…o resolver…aún. O una de demonios que acabarán por resolverlo a usted – añadió riendo - : Ángel o demonio, quién sabe.
- ¿Tú crees que Dios llegue a perdonarte por…esto? – balbuceó el hombre en el piso.
Santander revisaba, ahora, una cajita metálica de tres luces rojas y una antena. La dejó con delicadeza en el suelo y miró complacida al anciano. Luego se le acercó lentamente con las manos reunidas en la espalda.
- ¿Dios, doctor?- dijo sonriente. Juntó su rostro al del hombre, rozándolo con su aliento-. ¿Usted cree en Dios, doctor?
Se apartó y con su pañuelo grasiento comenzó a embeber el sudor en el rostros del anciano, que jadeaba, ahora, profusamente. Y continuó:
- Si Dios existiera, ministro. Si Dios caminara por lo celeste. Si hubiera espacio para un Dios en el Universo y si fuera, además de su Creador, un Dios bueno..., no sabemos qué resolvería enfrentado a una alimaña como usted.


Guardó silencio unos segundos. Escrutó el rostro del anciano, le dio la espalda y caminó hasta el borde de la azotea con las manos en los bolsillos. Allí se detuvo, contemplando los edificios.
- Aunque, ciertamente, lo perdonaría, doctor, no se preocupe. No debe usted aflojar. Nobleza obliga.
En ese punto fue hasta la tienda de campaña y retiró del interior un bulto largo y oscuro.
- En fin, doctor –dijo-, la nobleza debiera, llegado el momento, conducirnos a algo, ¿no es así? –volvió hacia el hombre maniatado-. Venga conmigo, doctor. Debemos apresurarnos.
El ministro fue acomodado al borde de la azotea y atado nuevamente a la barandilla, con las piernas colgando en el vacío.
- ¿Está cómodo? – preguntó Santander, marcando un número en un teléfono celular que acababa de producir en su mano.
Escuchó unos momentos, pendiente del otro lado -. Sí, soy yo – dijo al fin -. Quiero a la mujer subiendo lentamente por las escaleras del Ministerio. En cinco minutos más les diré qué hacer.
Colgó. Se agachó y abrió la larga funda que esperaba en ele suelo. Alzando hasta su hombro un fusil SVD.7 de precisión, con mira telescópica. Por el visor contempló a una mujer subiendo lentamente las prolongadas escalinatas del ministerio. Le acercó la mira al anciano y este pudo verla a su vez. Luego volvió a la posición de tiro.
- ¿La vio usted, ministro? – le preguntó, apuntando a su objetivo – Es su...¿cómo la llama usted? ¡Su pareja! ¡Su amancebada o concubina...! Digamos que es su novia. No recuerdo su nombre. ¿Graciela, Gabriela? Bueno, qué importa, Dios nos reconoce por un único nombre.
- Por amor a Dios- dijo el anciano, no le haga daño -.
- ¿Qué borro primero, doctor? ¿El alma suya, o el cuerpo de ella? – preguntó Santander, calibrando el blanco a través de la mira.
- Se lo ruego, no lo haga usted. ¡Por lo que más quiera!
- Oh, el dolor – dijo Santander, retirando los ojos de la mira -, la pureza del dolor. Hay que bajar a lo más oscuro para ver la luz, decía Baudelaire. ¿Qué opina usted, doctor? ¿Está de acuerdo con eso? – preguntó por última vez. Luego volvió a la mira y disparó. Dos veces.
La distancia transformaba las escaleras del Ministerio en una maqueta de cartón piedra, llenándose de varios escuadrones de escarabajos y hormigas, que pululaban en torno a un montículo de azúcar. Gabriel Santander se apoyó en la barandilla, y junto a ministro, que lloraba sin hacer ruido, con convulsiones internas. Con los ojos profundamente cerrados, la boca desencajada y abierta hacia los cielos, anunciando un aullido que no ocurría.


- Tranquilo, doctor. Consuélese en su próxima partida – dijo Santander, con palabras que parecían de sincero aliento.
Enseguida retomo el celular y llamó.
- Nos encontramos en la torre 3, frente a ustedes – dijo – Vengan por nosotros. El ministro está bien.
Arrojó el teléfono al vacío y se sentó en el suelo, de espaldas al ministro. Con la mirada pasó revista a las cargas, ubicadas en cada ángulo de la azotea, musitando quedamente unas palabras.
El ministro creyó oír algunas de ellas, segundos antes del estallido. Algo como: "Y van a dar a la mar que es el morir..."

2 Comments:

Blogger Alucard said...

Exelente! Me gusto mucho, algo claustrofobico los escenarios, pero exelente, sobre todo el final.

10:09 a. m.  
Blogger aguirrebello said...

¡Actualiza, latero de mierda!

Te tengo entre mis Platos Predilectos, MB, pero me dejas con hambre.

Abrazo,

A

3:00 p. m.  

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