martes, enero 03, 2006

El Libro que Viene. Cuento 2




Invisibles

La dependiente se inclinó para enredar sus uñas violetas en los rizos del niño.
- Pero qué cosa más linda ¿Qué anda haciendo por aquí, Usted? ¿Está solito? Cómo se llama?
- Me llamo Ramir. No estoy solito – contestó el pequeño.
Sus rizos se deslizaban y se dejaban acariciar por entre los huesudos dedos de la mujer.
- Ramir es un nombre distinto, ¿no? –
- Sí, es distinto – contestó Ramir y prosiguió – Mi mamá está allá con un caballero – le dijo, indicando a una señora, al fondo del largo pasillo de mármol de las joyerías Cerafino, la más amplia y elegante de la capital.
El techo del edificio se elevaba a los 30 metros, formando una cúpula, de cuyo centro pendía una lámpara de lágrimas de un diámetro colosal, como una pista de circo en llamas. Cuatro columnas gigantes, en forma de Musas o Diosas, sostenían el recinto desde dentro.
- Bueno, no te vayas a perder. Quédate por aquí cerca – le encareció la dependiente.
- No, tía – dijo Ramir, mientras se sentaba en una banca de felpa.
La gran puerta giratoria rodaba y rodaba dejando entrar novias, novios, padrinos y madrinas anhelantes de un brillo consagratorio para sus manos y sus muñecas.
Luego de 15 minutos, en uno de los giros y en medio de visones y sedas: Un niño. Otro niño. Piel dorada, pelo negro y engominado, envuelto en un abrigo de setenta centímetros. Recorrió el pasillo con las manos en los bolsillos, hasta reconocer a Ramir. Caminó hacia él y se sentó a su lado sin mayores aspavientos.

- Llegas tarde, Domingo – dijo Ramir –
- Tuve un problema con mi vieja. Ya está resuelto – respondió el recién llegado.
Guardaron silencio unos segundos. Cada cual observaba su entorno, mientras balanceaban sus pequeñas piernas por debajo de la banca.
- Debemos esperar unos minutos, ya debe estar por abrirla. Yo te daré la señal – dijo Ramir.
- Muy bien – le contestó Domingo, sin mirarlo.
Los clientes abandonaban el lugar, engalanados por la certeza de encontrarse entre iguales, en medio de gestos ampulosos y desmedidos. Al pasar junto a los niños dedicaban un comentario dulce, una caricia o una pregunta preocupada.
- Mi mamá está cerca, ya viene. Gracias tío –contestaban los niños, mientras re ordenaban el cabello luego de las caricias.
- Al próximo imbécil que me despeine, lo mato – dijo Domingo.
- Cálmate – dijo Ramir – Aquí llega el cordero – indicó con un gesto de sus labios.
El que venía era un hombre de cincuenta años. Terno a rayas, chaleco y levita. De pelo mínimo, engomado cuidadosamente para cubrir el avance de la calvicie implacable. Ingresó por el mostrador con la confianza de la jefatura, mientras sendos "Buenas tardes, Señor Jensen", resonaban a su paso.
- Señor Jensen, señor Jensen – dijo Ramir – reza por tu pobre alma. - Es el momento – le indicó a Domingo.
Domingo el pequeño engominado, condujo su elegancia mínima hacia las largas escaleras que llevaban a las oficinas administrativas. Las subió lentamente y ya en el último escalón giró sobre si mismo y esperó.
En el instante en que Ramir levantaba su mano derecha, Domingo se arrojó rodando por escaleras hasta yacer en el primer escalón, con el cuerpo torcido e inmóvil.
- Es un maestro – se dijo Ramir, mientras se ponía de pie y se dirigía al mostrador.
Decenas de personas, entre gritos de señoras, corrían hacia el niño inerme, o miraban hacia las escaleras preguntando por lo ocurrido.
No fue difícil para Ramir escurrirse por el mostrador y llegar a la oficina del señor Jensen. La puerta estaba cerrada sin seguro, Jensen no había escuchado el alboroto y se encontraba inclinado, abriendo una caja fuerte al costado de su escritorio.
- Tío, ¿qué es eso que brilla ahí dentro? – preguntó Ramir, ingresando a la oficina.
- ¡Pero qué estás haciendo aquí, niño! – exclamó Jensen, sorprendido y disgustado.
Los ojos de Ramir se abrieron como uvas y se llenaron de un brillo arrepentido.
- Salgamos de aquí inmediatamente porque el tío está trabajando – dijo Jensen, molesto, mientras jalaba al niño del brazo.
Ramir rompió en llanto.
El comerciante se detuvo y soltó al pequeño, doblemente ofuscado por la situación en la que se veía envuelto.
Está bien, está bien – dijo Jensen inclinándose para pasar revista al pequeño rostro rubio, que se deshacía en lágrimas como un helado de vainilla.

La altura precisa para el golpe de Ramir. La fina daga cercenó la garganta abriéndola como una granada. Jensen estiró su mano engrifada tratando de agarrar aquello que le quitaba todo lo que había tenido, lo que tenía y lo que podía tener. Se desplomó lento hacia atrás, mientras sus ojos se cerraban como se cerraba su vida.

- No golpeas a los niños ajenos, verdad imbécil. Pero al tuyo sí lo atormentas, ¿verdad? - dijo Ramir mientras retiraba dos pequeños cofres del compartimiento superior de la caja de seguridad, empinándose con sus dos pies, como ante una fría y desmesurada alacena.
Abandonó la oficina, luego de comprobar los diamantes en la cantidad supuesta, dentro de cada estuche.
Una vez traspasado el mesón miró hacia la escalera. Decenas de rostros radiantes se felicitaban ante un niño despeinado y sonriente que volvía a la vida. Un hombre alto y canoso levantaba a Domingo, mientras todos querían acariciarlo.
- Es un maestro – se repitió Ramir, mientras abandonaba la joyería. Al atardecer, ambos se reunieron en la Plaza Celina.
- Qué dices, Domingo – dijo Ramir, mientras observaba como, a lo lejos, se apagaban las luces de la joyería Cerafino y los últimos automóviles de la policía se alejaban del lugar - ¿Elegirías toda esa pompa para tus hijos?
Domingo lo miró de reojo, sin contestar nada.
- Es verdad Domingo – prosiguió Ramir, mientras sonreía – toda esa arrogancia no merece mayor comentario. ¿Cómo es ese dicho? Vanitas…?
- Vanitatem – dijo Domingo, guardando su cofre en el abrigo.