martes, enero 03, 2006

El Libro que Viene. Cuento 3



Otros Chinos


El sable cercenó el cuello como queso camembert. Un cuello blanco, de cerámica. Desde siempre anhelado en silencio por los parroquianos varones. Esos mismos que después de tragar el arroz y el refrito del menú diario, regresaban a su oficina, e instalados frente al computador, lo imaginaban iluminando sus pantallas, mientras cerraban los ojos, soñando con un beso dulce, oriental y dulce, que los acariciara y los arrebatara para siempre del azufre de sus vidas. Ahora, esos mismos ojos, contemplaban ese rostro amado rodar envuelto en sangre por la felpa.
El cuerpo decapitado avanzó unos metros y desde el cuello huérfano brotó un golpe líquido que azotó el muro. Entonces, bajo el umbral de la sala, asomó la hoja de la espada asesina. Enorme. Avanzó deslizándose desde el filo sobre la alfombra, hasta descubrir un brazo envuelto en una bata carmesí. Una bata que acabó mostrándose entera, coronada por una cabeza triangular vestida de maquillaje blanco, con la nariz flanqueada por dos rayos dorados y las cuencas de los ojos pintadas de negro. Metro Noventa. Chino.
Se paró frente al comedor principal sosteniendo su arma delante de sus ojos. Abrió sus piernas formando un ángulo que a cierta distancia le daba la apariencia de un alicate.
Dos oficinistas almorzaban en una mesa, dos metros en línea recta. Henríquez le dijo a Gómez:
Ni se te ocurra una de tus huevadas, ¿me escuchaste flaco?

¡Taumí, Teioua! – dijo el gigante, sin moverse. Un rictus recorrió el comedor, instalando un silencio siberiano. El Chino esperó y avanzó un paso. Lo suficiente para que todos corrieran hacia el fondo del recinto, en medio de tropiezos y alaridos. Solo algunos permanecieron paralizados y adheridos a sus asientos. Henríquez y Gómez, entre ellos. ¡Taumí, Teioua! – repitió la Aparición, mientras sus pies rompían nuevamente su simetría y avanzaban y se deslizaban hasta detenerse a un metro en diagonal, a la derecha. Gómez y Henríquez a un metro, a la izquierda. Todos los oídos recibieron las dos palabras. Esta vez el gigante las dijo escudriñando cada rostro, como buscando una respuesta. Congelando una vez más los gritos en las gargantas.

Repentinamente, de la mesa más lejana, una mujer estalló en un aullido, al tiempo que avanzaba. Temblando caminó en dirección del chino, gritaba más y más fuerte. En los chillidos se adivinaban "por favores", "mis niños" y cosas así.
El Oriental giró su cuello y vio a la mujer desencajada dirigirse hacia él. Modificó ligeramente la dirección de su tórax y su muñeca derecha condujo la espada a posición de combate. Esta vez Gómez quiso intervenir, Henríquez alcanzó a evitarlo con un jalón de la chaqueta. El Chino le dedicó una mirada de reojo, un segundo antes de abrir en dos a la mujer, que ya se encontraba a su alcance. Le dio un golpe diagonal, cortó desde el hombro izquierdo hasta el esternón. El cuerpo cayó abierto como las páginas amarillas.
Retiró el arma y, con un arabesco sobre su cabeza, volvió a su posición original. Alicate.
Las veinte mesas del restaurante Hao-Hwa estaban vacías. Los comensales se aprisionaban contra las murallas, sin poder protegerse con ellas.
Fue entonces cuando ocurrió. A espaldas de la Aparición, la puerta batiente de la cocina se abrió mostrando otro Chino. Uno pequeño, de edad avanzada. Un delantal cubriendo su cintura, el pelo corto al ras y el rostro húmedo. Semejaba a uno de lavandería, de película del Oeste.
Dijo: - Saijie. Cosu hwa, cung su. Nai ta.
Mientras el viejo Chino, hablaba el Gigante escuchó en silencio, siempre de espaldas a él.
¡Qué mierda pasa! -, masculló Gómez, contenido. – Cállate por favor, te lo suplico – le respondió Henríquez, sosteniendo a su amigo por la solapa. La Bata Carmesí giró lentamente, como sosteniendo una danza. Taumi, Nai ta – dijo, y dos niños, de maquillaje y trajes brillantes asomaron corriendo desde el umbral, llevando pendones que sostenían lámparas de papel, encendidas y rojas, ubicándose a la derecha de cada chino.

Sobrevino el desenlace. Precipitado y violento.
El pequeño Chino cogió dos palillos de madera del bolsillo de su delantal. Empuñándolos, los esgrimió hacia la Aparición, como un banderillero en la plaza de toros. Con una velocidad inconcebible, logró tomar el impulso necesario para saltar sobre su enemigo. La espada cruzó su vientre, destrozándolo. Su cuerpo cayó retorciéndose.
Pero el gran Carmesí estaba tocado. La mitad de ambos palillos se perdían en la base de su cuello. Su mano izquierda sostenía la espada, mientras los dedos de la derecha evidenciaban la sangre que emanaba de su boca. Su garganta se estremecía, ahogándose.
Los niños permanecían con las lámparas en alto. Inmóviles.
No pudo impedir, tampoco, que Gómez se le fuera encima. Así como Henríquez no logró agarrar la chaqueta. El Gran Chino sintió la cortapluma hundiéndose en el pecho y con un golpe postrero de su brazo, derribó a Gómez sobre el cadáver de las páginas amarillas. Algo balbució antes de desplomarse. Nadie alcanzó a escucharlo. Tampoco Gómez.
En medio de los gritos de la gente que huía hacia la calle, Henríquez corrió sobre su amigo y después de comprobar que estaba entero, le dijo que se quedara ahí y que no se moviera, que todo estaba bien y que iba a llamar al la policía.
Gómez, sentado en el suelo y apoyado en la muralla, con dolor y temblor en las manos, contempló la escena. La mujer abierta en dos, los cuerpos de los chinos que aún se sacudían. Y a los niños, que permanecían en el mismo lugar, con las lámparas aún encendidas.